Nolan, Oppenheimer y nosotrxs. Por Diego Sztulwark
Por Diego Sztulwark*
(para La Tecl@ Eñe)
¿Un homenaje a la ciencia del siglo pasado o una condena a la física teórica? Robert Oppenheimer, en la película de Nolan, trata más bien sobre lo que la política hizo con las mentes de tantos humanos sin territorio. Es un film sobre el Apocalipsis. Al apagarse la pantalla dimensionamos la magnitud de la paliza que hemos recibido. Hacia el final de la guerra el aparato militar norteamericano se ocupa de seleccionar a los grandes cerebros de las matemáticas y de los laboratorios -europeos y judíos- y les explica: «aquí no se puede hacer una revolución, pues la revolución ya ha sido hecha» (frase que podría haber sido valida también en la entonces URSS sin necesidad de ser pronunciada). En los breves meses que van de la rendición alemana a la inminente capitulación japonesa, el lanzamiento de las bombas es, en la cabeza política de Truman y lo generales, un mensaje enviado -a través de unas 250.000 muertes- a Stalin. Decodificado en términos de filosofía marxista de la historia, la repetición del uso de la bomba significa que la lucha de clases internacional de los comunistas contra el capital ha llegado a su final. El paseo de Einstein junto a Gôddel, interrumpido por Oppenheimer, es para verlo varia veces. Este último le lleva al maestro un problema teórico. Es preciso verificar un cálculo para averiguar si se ha resuelto el secreto atómico que permite regular el poder de una nueva bomba o si de explotar el artefacto se incendiaría el cielo entero del planeta. Gödel, héroe de las paradojas, sale entonces de cuadro. Einstein no acepta la solicitud: «es su problema, no el mío», dice (o algo así). ¿Qué rechaza el autor de la teoría de la relatividad, exiliado en EE.UU. mientras los nazis destruyen el pueblo del que también se siente parte Oppenheimer? Es uno de los grandes momentos de la película. No alcanza con responder que Einstein rechaza la guerra (parece más bien convencido de la necesidad de derrotar a los nazis), o la destrucción del planeta (nadie propone de modo consciente en el film semejante estallido final). La querella que une y separa a los grandes científicos parece pasar por una política inmanente de la ciencia misma: ¿es la ciencia una carrera hacia Dios? y de serlo, ¿se asume o no que Deus sive Natura)? ¿Es la imaginación científica una fuerza cuya realización y gobierno deben pasar exclusivamente por la capacidad de poder y destrucción de los grandes Estados? ¿Es la teoría una forma delirante de la inteligencia que sólo puede hacerse «realidad efectiva» por medio de la lógica de la catástrofe a la que tiende el mercado mundial capitalista?
Nolan coloca estas cuestiones como dilemas dramáticos en una conciencia, la de Oppenheimer, incapaz de resolverlas. Su existencia, atormentada y difícil de descifrar, ofrece algunas pistas: el suicidio de la mujer que ama, una esposa condenada a una vida que no desea, la crianza como tarea insufrible. En tanto que creador de la bomba, el héroe admite ser tratado como el padre del mortífero artefacto con el propósito de influir políticamente dentro del gobierno de su país, mientras afronta el proceso de esclarecimiento de lo sucedido (proceso inacabado que trata en última instancia sobre la destrucción de un horizonte político y científico en el que los conflictos pudieran ser aún regulados por los modos de autoconocimiento de lo humano). Uno de los desplazamientos más atractivos de la película sucede, precisamente, al negarse el director a detener la elucidación en el juicio por la determinación moral de las responsabilidades que debería establecerse entre quien lideró intelectualmente la fabricación de las bombas y quien ordenó explotarlas. La escena que resuelve este juicio muestra a un payasesco presidente Truman ofreciéndole un pañuelo al físico para que seque no ya sus lágrimas (lo llamará “llorón”) sino la sangre salpicada por las explosiones mientras le explica que las víctimas apuntarán su mirada al político y no al científico (De modo inesperado, en la pared del salón de la Casa Blanca en el que el Presidente conversa sentado con Oppenheimer, asoma insistentemente un cuadro del Libertador José de San Martin. ¿Qué hace este inesperado testigo sino ampliar la geografía hacia el sur colonizado? Su comparecencia, en todo caso, despierta en el espectador sudamericano que advierte un toque de familiaridad que bien podría concitar un involucramiento histórico más inmediato, algo así como un cartel que dice “esto habla también de ustedes”). Pero a Nolan no le interesa la política sino algo más profundo. Al mostrar a las diversas figuras del sistema norteamericano como incapaces de asumir responsabilidad alguna -algo que es preciso tomar muy en serio en el contexto de guerra actual- da inicio al desplazamiento antes mencionado, verdaderamente interesante en término morales. El foco del problema está concentrado en otra escena, en la que Einstein le advierte a Oppenheimer sobre el abismo que abre en el universo los términos de la alianza entre ciencia y política que está estableciendo con el ejército norteamericano. Son estos términos -la naturaleza de esta alianza- lo que Nolan ilumina como un acontecimiento decisivo de aquello que el espectador debería poder reconocer como matriz genética de lo que nos preocupa en la actualidad. Ahora que se hace evidente que la atmósfera planetaria sí se está incendiando. Y vuelvo al entrometido cuadro de San Martin ¿Podemos darnos por descontados -nosotrxs los argentinos- de toda esta tragedia por haber sido neutrales en la guerra o bien por carecer de escala nuclear para opinar sobre lo que Nolan plantea como cuestión crucial del presente? Con la película todavía en cartelera, el candidato presidencial Milei ha aclarado que él no desea cerrar verdaderamente el CONICET, sino cegar sólo aquellas investigaciones que no pertenecen al área de las ciencias duras. Es decir, aquellas en base a las cuales se podrían gestar aquellas reflexiones capaces de afrontar una posición ética ante la catástrofe en la que se hayan inmersas la ciencia y la técnica (y nosotrxs con ellas).
Si Nolan acierta con Oppenheimer es, me parece, porque su voz nos habla, con la lengua del proceso, de aquella urgencias profundas sobre las que la política calla o frente a las que claudica en plena campaña electoral. A excepción de Petro en Colombia, pesa sobre nosotros un silencio mortífero sobre naturaleza epistemológica -casi teológica- con que las derechas pretenden liquidar los principales problemas del conocimiento y la experiencia humana. La derecha actual -cuyo proyecto se originaria en escenas como la que Nolan nos muestra- plantea modos del conocer cuya condición de posibilidad precisa del aniquilamiento de toda relación viva con el mundo. Si algo hay que nos concierne del síntoma que es el discurso de un Milei (y de modo creciente en la política en total), si algo hace de él algo representativo de lo que somos (un modo de ser que desprecia su relación con la vida del mundo), si algo nos coloca en la estela suicida (negacionista) de su agresividad es, precisamente, la falta de nitidez con que reflexionamos sobre los modos humanos del conocer. Como dice Gabriel Delacoste: al delegar la práctica -marxiana, freudiana, eisnteniana- de formular y resolver problemas humanos, es la naturaleza entera -capitaneada por la claudicación propiamente humana- la que se entrega al saber tecnológicamente asistido de los mercados. Si la política no piensa este problema como su principal tarea, es que ella ya no es sino otro nombre de los poderes destructivos del planea. En estas circunstancias el pensamiento, lo que quede de él, ya no tendría motivos para pactar con ella. Sería la hora de una urgente ruptura.
Este texto contiene lenguaje inclusivo por decisión del autor.
Buenos Aires, 21 de agosto de 2023.
*Investigador y escritor. Estudió Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires. Es docente y coordina grupos de estudio sobre filosofía y política.