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La verdadera discusión: la puja distributiva y el rol del Estado. Por Oscar Rodríguez*

La verdadera discusión: la puja distributiva y el rol del Estado

Por Oscar Rodríguez

(*) Bibliotecario popular

Cuando se instala en la agenda pública la discusión sobre la pobreza como si fuese allí donde radica el problema estructural de nuestras sociedades, se comete una omisión peligrosa. La pobreza, lejos de ser una causa, es un efecto. El núcleo del debate debe situarse en la puja distributiva: quiénes concentran la riqueza, cómo se distribuye, y qué mecanismos políticos y sociales existen para garantizar equidad.

El economista Thomas Piketty ha mostrado con datos históricos que las sociedades tienden, sin regulación estatal, a la concentración de la riqueza en una minoría que hereda privilegios y reproduce desigualdad. Del mismo modo, John Maynard Keynes ya había señalado en la primera mitad del siglo XX que los mercados por sí solos no corrigen desequilibrios, sino que los profundizan; es la intervención estatal la que permite orientar la economía hacia objetivos colectivos.

En la historia argentina, la experiencia peronista de mediados del siglo XX constituye un ejemplo paradigmático: la ampliación de derechos laborales, las políticas de industrialización sustitutiva y la inversión estatal en educación, salud y cultura no solo mejoraron la vida de los sectores trabajadores, sino que también consolidaron un horizonte de movilidad social ascendente. Como recuerda Jorge Sabato en su célebre “Triángulo de Sabato”, el desarrollo nacional requiere de la articulación entre Estado, sistema científico-tecnológico y estructura productiva. Allí donde esa articulación se quiebra, la dependencia y la concentración resurgen.

El discurso que nos propone debatir “qué hacer con los pobres” encubre, en realidad, una estrategia ideológica: desplazar la atención del egoísmo de los sectores más acaudalados hacia la supuesta ineficiencia de los más vulnerables. Karl Polanyi, en La gran transformación, advertía que la mercantilización de la vida social destruye los lazos comunitarios y convierte la pobreza en un problema de gestión asistencial, cuando en verdad es un síntoma de desequilibrios estructurales que solo pueden resolverse con reglas colectivas.

La distribución equitativa no ocurre de manera espontánea ni a través de la “mano invisible” del mercado. Ocurre cuando existe un Estado activo que establece límites, redistribuye recursos mediante un sistema tributario progresivo y garantiza bienes comunes. La evidencia histórica demuestra que en los períodos de retirada estatal (dictaduras, gobiernos neoliberales de los 90, o la crisis de 2001), la concentración económica se aceleró, la desigualdad aumentó y la pobreza se disparó. En cambio, en etapas de mayor intervención estatal, los indicadores sociales mejoraron de forma sustantiva.

Las bibliotecas populares son un espejo de lo que puede lograrse: espacios donde el acceso al conocimiento no depende de la renta individual, sino de la construcción comunitaria y la decisión política de garantizar derechos. Trasladar este modelo a la sociedad en su conjunto requiere comprender que la distribución justa de la riqueza no es un acto de beneficencia, sino la base de la democracia moderna.

La discusión sobre la pobreza, entonces, no debe aislarse de la cuestión más profunda: la puja distributiva. Como bien señaló el historiador Eric Hobsbawm, “la desigualdad no es un accidente del capitalismo, sino su resultado previsible”. Y es allí donde el Estado tiene un rol insustituible: sin Estado, no hay equidad; sin equidad, no hay democracia.

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