Un país agrietado por los “anti”. Por Oscar Rodríguez
El autor invita a pensar en la necesidad de mirar «al otro» con empatía, y en el riesgo de que el voto con aversión acabe perjudicando al que odia tanto como al odiado
Un país agrietado por los “anti”
Por Oscar Rodríguez
A veces me pregunto si todavía somos capaces de sentir vergüenza. No por lo que nos hacen, sino por lo que elegimos permitir.
Yo miro alrededor y no dejo de asombrarme: hay gente que soporta ver cómo se vacían las universidades, cómo se desfinancian los programas de discapacidad, cómo los jubilados vuelven a ser gaseados miércoles tras miércoles, sin remedios, sin respeto. Y todo eso… con tal de que no gane el peronismo.
Tal vez lo más triste no sea la crisis, ni el ajuste, ni la violencia institucional. Tal vez lo más triste sea que nos acostumbramos. Que hayamos aceptado el sufrimiento del otro como parte del paisaje».
Y lo digo sin odio, con tristeza. Con una tristeza enorme, porque no hablo de enemigos: hablo de vecinos, de compañeros de trabajo, de familiares. Gente buena, gente que quiero, que fue convencida de que el problema del país no es la desigualdad, ni la entrega, ni la impunidad del poder económico… sino el otro, el que piensa distinto, el que alguna vez creyó que el Estado puede y debe cuidar.
Esta grieta no es ideológica: es emocional, es moral, es profundamente humana».
Yo me pregunto: ¿de qué son capaces de aguantar con tal de que no gane el peronismo? ¿De votar a una mujer que le sacó el 13% a los jubilados? ¿De aplaudir un gobierno que todos los miércoles monta un operativo policial para reprimir. ¿De mirar a otro lado mientras se apalea la dignidad?
No lo entiendo, y al mismo tiempo, lo entiendo. Nos partieron al medio. Nos enseñaron a odiar como quien aprende a respirar. Nos dijeron que la empatía es debilidad, que la solidaridad es populismo, que los derechos son un gasto. Y mientras discutimos si el otro “merece” lo que tiene, nos roban lo poco que nos queda: la humanidad.
No hablo desde la superioridad moral, hablo desde el dolor. Desde la impotencia de ver cómo nos convencieron de que el enemigo es el que tiene hambre, el que estudia, el que milita, el que reclama.
Tal vez lo más triste no sea la crisis, ni el ajuste, ni la violencia institucional. Tal vez lo más triste sea que nos acostumbramos. Que hayamos aceptado el sufrimiento del otro como parte del paisaje.
Y ahí me doy cuenta de que la grieta no está entre los que piensan distinto, sino entre los que todavía sienten y los que ya no pueden hacerlo.
Yo no quiero un país de vencedores y vencidos. Quiero un país donde volver a mirar al otro no sea un gesto político, sino humano. Pero mientras haya quienes prefieran ver todo arder antes que permitir que alguien más reconstruya, seguiremos hundidos en esta grieta que no es ideológica: es emocional, es moral, es profundamente humana.